¡Ay! Cantar a la
amada es una
cosa... y otra
a ese oculto y
culpable dios-río de la sangre! El joven,
al que aquélla percibe desde lejos,
qué sabe por sí mismo del Maestro del goce que desde su retiro saliendo, tantas veces
antes que la muchacha lo aplacara, a menudo
como si no existiera -¡y cuánto incognoscible chorreando!- levantaba su
cabeza de dios,
a un tumulto infinito conjurando la
noche. Neptuno de la sangre, ¡terrible es su tridente!
¡Sombrío es el aliento de su
pecho que brota de un caracol marino!
¡Mira cómo la noche
se artesona y ahueca!
¡Oh, estrellas! ¿No
proviene de vosotras el gozo
que al amante hacia el rostro de
la
muchacha impele?
¿No le debe
a los astros esa íntima mirada
que él hunde
en la pureza de sus ardientes ojos?
No eres tú, ni
su madre, quienes así han
tendido el arco de sus cejas en angustiosa espera.
No ha sido, no, tu
arrimo, muchacha sensitiva, el
que torció sus labios en gesto más fecundo.
¿Crees que tu ligera presencia habría sido
capaz de conmoverlo de
esa
manera acaso?
¿Tú, la que
como el viento de la mañana pasas?
Que
le has sobresaltado su corazón, no hay duda, pero otros sobresaltos de
origen más profundo
en él se despeñaron al choque
de tu arrimo. Puedes llamarlo... nunca desde
su oscuro
círculo lo arrancará del todo tu llamamiento. Es cierto que quiere,
que se evade;
ligeramente acude
y se instala en el dulce secreto de tu pecho
y se repone
y tiene comienzo... Sin
embargo
¿tuvo jamás comienzo?
Tú lo hiciste pequeño, fuiste quien lo ha formado;
para ti era un ser nuevo, no más; y
ante sus ojos noveles le inclinabas
todo un mundo amistoso,
rechazando lo adverso.
¿Dónde
-¡ay!- están los años
en que sencillamente con
su figura
esbelta
le hurtabas, reemplazándolo, el agitado caos?
¡Cuánto así le ocultabas! El cuarto, que
de noche causábale recelo, se hacía inofensivo;
en sus espacio nocturno, tu
corazón, refugio sin límite, un espacio más humano infundía. Ponías, no en las sombras la lámpara nocturna,
sino
en tu ser más próximo y
era una luz amiga...
Los
más leves crujidos le explicabas sonriendo como si ya supieras de
mucho tiempo cuándo
crujirían las tablas del piso.
Y escuchándote,
se quedaba tranquilo. Cuando te levantabas,
tan grande era
la
fuerza que había en
su ternura
que el destino del niño,
gigantesco en su
capa, corría a escamotearse detrás del gran armario;
y su futuro inquieto, de
movedizos límites,
se hallaba entre los pliegues del cortinado a
gusto.
Y él, mientras descansaba con
tanto alivio, bajos los somnolientos párpados, fundiendo
la
dulzura de tus ligeras
formas con el sabor del sueño
cercano, parecía realmente un
custodiado.
Mas, ¿quién lo defendía, dentro
de sí,
del ímpetu?
¿Quién le atajaba adentro las olas de su
origen? Nada el durmiente había precavido; durmiendo,
pero también soñando, febril, ¡cómo se daba! Medroso
y nuevo, ¡cómo teníanlo enredado
las invasoras lianas del suceder interno,
dispuestas ya, enlazadas
para formar modelos, para un estrangulante crecer, para
figuras
huidizas de
animales! ¡Cómo él se abandonaba! Verdad que amaba. Amaba su mundo interno, el caos de su
interior, la selva milenaria que
dentro
llevaba, sobre cuyo derrumbe silencioso
su corazón se erguía resplandeciente y
verde. Amaba... pero luego
se abandonó, saltando por sus raíces propias al poderoso
origen donde su nacimiento, pequeña cosa, ya era
sobrepujado. Amando, descendió a los veneros
de sangre más antigua, descendió
a los abismos
donde, harto de los padres,
yacía lo espantoso.
Y todo lo terrible, sin
más, lo
conocía, guiñábale los ojos,
parecía de acuerdo.
Hasta le sonreía lo
horrendo. Pocas veces
tú has sonreído, madre, tan dulce y
tiernamente. Y si le sonreía, ¿cómo no
amarlo, pues?
Antes que a ti, él amaba lo
horrendo; porque, madre,
cuando tú lo gestabas, estaba ya disuelto
en el agua
que el germen vivífico aligera.
Mira: desde un
sol
año, como la flor,
no amamos;
en los brazos nos sube, cuando amamos, la savia
de inmemoriales tiempos... Recuérdalo, muchacha:
En nosotros no amábamos algo
por ser, futuro,
sino lo que
fermenta sinnúmero de veces;
no amábamos al niño sin
par, sino a los padres que en nosotros reposan
cual ruinas de montañas;
sino
el cauce reseco de las antiguas madres;
sino el paisaje entero, sin ruido, bajo el puro
destino
o el destino con nubes...¡Oh,
muchacha!:
¡esto te precedió!
Y tú misma, ¡qué
sabes!
Hiciste en
el amante
surgir la edad atávica. Y cuántos sentimientos de seres ya olvidados de
nuevo se agitaron
en él. Cuántas mujeres, así, te aborrecieron.
¿Qué clase de hombres hoscos despertaste en
las
venas del doncel?...Niños muertos querían acercársete.
¡Oh, suave, suavemente, para
tranquilizarlo,
haz alguna graciosa tarea cotidiana!...
Condúcelo muy cerca de
tu
jardín y dale
el supremo dominio
de las noches...Retenlo...
Cuarta Elegía
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