RILKER MARIA RAINER (ELEGIAS A DUNIO, TERCERA ELEGÍA)






Tercera Elegía

¡Ay! Cantar a la amada es una cosa... y otra
a ese oculto y culpable dios-río de la sangre! El joven, al que aquélla percibe desde lejos, qué sabe por sí mismo del Maestro del goce que desde su retiro saliendo, tantas veces antes que la muchacha lo aplacara, a menudo como si no existiera -¡y cuánto incognoscible chorreando!- levantaba su cabeza de dios,
a un tumulto infinito conjurando la noche. Neptuno de la sangre, ¡terrible es su tridente!
¡Sombrío es el aliento de su pecho que brota de un caracol marino!
¡Mira mo la noche se artesona y ahueca!
¡Oh, estrellas! ¿No proviene de vosotras el gozo
que al amante hacia el rostro de la muchacha impele?
¿No le debe a los astros esa íntima mirada
que él hunde en la pureza de sus ardientes ojos?

No eres tú, ni su madre, quienes así han tendido el arco de sus cejas en angustiosa espera.
No ha sido, no, tu arrimo, muchacha sensitiva, el que torció sus labios en gesto más fecundo.
¿Crees que tu ligera presencia habría sido


capaz de conmoverlo de esa manera acaso?
¿Tú, la que como el viento de la mañana pasas? Que le has sobresaltado su corazón, no hay duda, pero otros sobresaltos de origen más profundo
en él se despeñaron al choque de tu arrimo. Puedes llamarlo... nunca desde su oscuro círculo lo arrancará del todo tu llamamiento. Es cierto que quiere, que se evade; ligeramente acude
y se instala en el dulce secreto de tu pecho
y se repone y tiene comienzo... Sin embargo
¿tuvo jamás comienzo?
Tú lo hiciste pequeño, fuiste quien lo ha formado; para ti era un ser nuevo, no más; y ante sus ojos noveles le inclinabas todo un mundo amistoso, rechazando lo adverso.
¿Dónde -¡ay!- están los años en que sencillamente con su figura esbelta
le hurtabas, reemplazándolo, el agitado caos?
¡Cuánto así le ocultabas! El cuarto, que de noche causábale recelo, se hacía inofensivo;
en sus espacio nocturno, tu corazón, refugio sin límite, un espacio más humano infundía. Ponías, no en las sombras la lámpara nocturna, sino en tu ser más próximo y era una luz amiga... Los más leves crujidos le explicabas sonriendo como si ya supieras de mucho tiempo cuándo crujirían las tablas del piso.
Y escuchándote, se quedaba tranquilo. Cuando te levantabas,
tan grande era la fuerza que había en su ternura que el destino del niño, gigantesco en su capa, corría a escamotearse detrás del gran armario;
y su futuro inquieto, de movedizos límites,
se hallaba entre los pliegues del cortinado a gusto.

Y él, mientras descansaba con tanto alivio, bajos los somnolientos párpados, fundiendo la dulzura de tus ligeras formas con el sabor del sueño cercano, parecía realmente un custodiado.
Mas, ¿quién lo defendía, dentro de sí, del ímpetu?
¿Quién le atajaba adentro las olas de su origen? Nada el durmiente había precavido; durmiendo, pero también soñando, febril, ¡cómo se daba! Medroso y nuevo, ¡cómo teníanlo enredado
las invasoras lianas del suceder interno, dispuestas ya, enlazadas para formar modelos, para un estrangulante crecer, para figuras


huidizas de animales! ¡Cómo él se abandonaba! Verdad que amaba. Amaba su mundo interno, el caos de su interior, la selva milenaria que dentro
llevaba, sobre cuyo derrumbe silencioso
su corazón se erguía resplandeciente y verde. Amaba... pero luego se abandonó, saltando por sus raíces propias al poderoso origen donde su nacimiento, pequeña cosa, ya era
sobrepujado. Amando, descendió a los veneros de sangre más antigua, descendió a los abismos donde, harto de los padres, yacía lo espantoso. Y todo lo terrible, sin más, lo conocía, guiñábale los ojos, parecía de acuerdo.
Hasta le sonreía lo horrendo. Pocas veces
tú has sonreído, madre, tan dulce y tiernamente. Y si le sonreía, ¿cómo no amarlo, pues?
Antes que a ti, él amaba lo horrendo; porque, madre, cuando tú lo gestabas, estaba ya disuelto
en el agua que el germen vivífico aligera.

Mira: desde un sol año, como la flor, no amamos;
en los brazos nos sube, cuando amamos, la savia
de inmemoriales tiempos... Recuérdalo, muchacha: En nosotros no amábamos algo por ser, futuro,
sino lo que fermenta sinnúmero de veces;
no amábamos al niño sin par, sino a los padres que en nosotros reposan cual ruinas de montañas; sino el cauce reseco de las antiguas madres;
sino el paisaje entero, sin ruido, bajo el puro destino o el destino con nubes...¡Oh, muchacha!:
¡esto te precedió!
Y tú misma, ¡qué sabes! Hiciste en el amante surgir la edad atávica. Y cuántos sentimientos de seres ya olvidados de nuevo se agitaron
en él. Cuántas mujeres, así, te aborrecieron.
¿Qué clase de hombres hoscos despertaste en las venas del doncel?...Niños muertos querían acercársete.
¡Oh, suave, suavemente, para tranquilizarlo, haz alguna graciosa tarea cotidiana!... Condúcelo muy cerca de tu jardín y dale
el supremo dominio
de las noches...Retenlo...



Cuarta Elegía

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